viernes, 16 de diciembre de 2011

El amor no tiene atajos. Por Joana Bonet en “Cuatro Letras”





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El amor no tiene atajos.

El simbolismo navideño es ante todo luminoso. Los tendidos de luces que cuelgan en las avenidas, cada vez más parcos, nos devuelven el aire festivo del encantamiento. Como si unas manos invisibles engalanaran el mundo que se dispone a abrazarse fraternalmente alrededor de un pavo. La parafernalia de la Navidad siempre lleva lazo, ramita de acebo y huele a canela y naranja, que el marketing olfativo etiqueta como aroma navideño.

Se calcula que en estas fiestas la gente se gastará una media de 352 euros en regalos. También aseguran que el acto de regalar a menudo complace más a uno mismo que al destinatario. Ocurre igual que cuando se organiza un viaje: la máxima felicidad se alcanza al prepararlo, organizando rutas en una prolongación del deseo que busca un espejo en la realidad. Las expectativas nos fortalecen a la vez que nos desamparan. Por ello en vísperas de fiesta nos envolvemos con un lazo imaginario.

El tan coreado amor universal acaba por rozar la mejilla de los cínicos y los outsiders, que se extraditan de los festejos. Y se acerca a ese ser interior que custodiamos, una especie de yo íntimo que nada tiene que ver con el yo social. El mensaje navideño vende bien y trae calor en plena escarcha: chispas de reconfortante fuego que adormecen las carencias. La idea de la familia emerge ante la necesidad de hacer piña en plena precariedad. En cuanto al amor, incluso los antirrománticos, en su fuero interno, albergan esa fantasía. ¿Por qué si no se siguen vendiendo libros de Jane Austen, ahora también en Kindle?

Su ingrediente principal es la heroína que se debate entre un mundo insidioso y sus propias convicciones, esto es, la voz de su corazón, o mejor dicho, de su inteligencia. Amor y matrimonio. El hombre perfecto aunque sin brillo y el hombre atractivo aunque inconveniente. Claro que los finales felices de Austen son determinantes para mantener su hechizo, pero su admirable perspicacia y su capacidad de mantener en vilo al lector, mostrándole que difícilmente en el amor se hallan trajes a medida, son las claves de su éxito inagotable.

El ensayista William Deresiewicz recuerda que, cuando se sumergió en la obra de Jane Austen, un viejo profesor le llamó la atención sobre la escena de una de las primeras obras de la autora, La abadía de Northanger, en la que Catherine le dice a Henry: «He aprendido a amar a un jacinto». Y ante la perplejidad de Deresiewicz, su profesor continuó: «Austen está diciendo que tenemos que aprender a amar las cosas, y que eso es algo que no sucede por sí mismo».

La adicción al deseo conduce al autoengaño y a la euforia de la conquista le sigue la nostalgia del enamorar. Después sobreviene el tedio. Sobre todo porque aún se considera que el amor debe llegar de fuera, no de dentro. Y que a amar no se aprende, cuando se trata de la asignatura más ardua de todos los tiempos.




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