El caso Garzón y el derecho de defensa. En el
proceso al magistrado ha sido desconcertante el papel del Colegio de Abogados
de Madrid, que dejó solo al denunciante reclamando el derecho de defensa. Javier Cremades en “El País”.
Ha terminado ya la terna de procesos judiciales que
el Tribunal Supremo había abierto contra el juez Garzón. Al archivo del caso
sobre la petición de financiación para sus cursos en la Universidad de Nueva
York, por haber prescrito, se suma ahora la sentencia absolutoria para el juez
del caso de la investigación sobre el franquismo. Destaca, aún más, como única
sentencia condenatoria la sentencia unánime de los siete magistrados del
Tribunal Supremo condenando al juez Garzón por ordenar unas escuchas ilegales a
los abogados del caso Gürtel. Una vez despejada la bruma mediática
de esta cadena de procesos es momento para reflexionar sobre la relevancia
jurídica de una sentencia que perdurará más allá de la propia fama del famoso
juez condenado a dejar de serlo, por afectar a uno de los pilares del Estado de
derecho: el derecho de defensa.
La profesión de abogado es una de las más antiguas
y nobles de la historia de la
Humanidad. Los pilares de nuestra civilización occidental
nacen precisamente del desarrollo del Derecho Romano y sus instituciones. Solo
con la formación de un Derecho se asegura el respeto a la dignidad de la
persona. El moderno Estado de derecho, tras la Segunda Guerra
Mundial, quiso dotarse de una garantía de los derechos humanos como respuesta a
los genocidios perpetrados por regímenes totalitarios que utilizaron los
conductos formales del Derecho con la imprescindible complicidad de algunos
jueces que se prestaron a cerrar los ojos ante la utilización perversa del
ordenamiento jurídico. Los jueces del régimen nacionalsocialista y los jueces
de las purgas estalinistas tenían en común su legitimidad de origen, pero
también su instrumentación al servicio de la maquinaria política de sus
regímenes totalitarios.
Tras el estremecedor testimonio de los jueces
nacionalsocialistas en los procesos de Nüremberg, todos los juristas hemos
aprendido que lo único que separa un Estado de derecho de un Estado que utiliza
el Derecho es la frontera del derecho de defensa que asiste a todo ciudadano.
Nunca puede haber una acusación, por horrible que parezca, que justifique la
vulneración del derecho de defensa. El Estado solamente puede matizar alguna de
las implicaciones de ese derecho por causas muy graves, excepcionales,
objetivas y muy tasadas, como puede ser algún caso concreto de terrorismo en el
que esté en juego la vida de muchas personas. Pero hoy, como ayer, es evidente
que las malas artes no deben ser admitidas en la noble tarea de impartir
justicia y perseguir el interés general.
El derecho de defensa es
la piedra angular del derecho a la tutela judicial efectiva. Los ingredientes
del derecho de defensa tienen unos contenidos básicos y significativos: el
derecho de asistencia del abogado desde el primer momento de su detención, a
ser informado de la acusación, a ser puesto en libertad en 72 horas, a no
declarar, a no confesarse culpable. En definitiva, es un derecho que debe gozar
de la máxima protección, no solo en abstracto sino también en su aplicación
real; y desde luego, el asunto Garzón ha constituido un punto de inflexión en
la protección del mismo, aun a pesar de toda la presión mediática y política
que sobre el particular se ha ejercido.
Nos encontramos, por tanto, con una sentencia que
decide sobre el alcance de la protección de lo que se considera la médula
espinal del Estado de derecho: el secreto de las comunicaciones entre el
abogado defensor y su cliente. La sentencia, como es conocido, condena la
autorización de escuchas de las conversaciones que los letrados de algunos
acusados de la trama mantuvieron en la cárcel. Con todas las garantías de un
proceso penal en que se han podido oír las alegaciones de todas las partes,
nada menos que siete miembros de conocida diversidad ideológica, además, del
más alto tribunal de la jurisdicción española han coincidido en que el juez
Garzón ordenó esas escuchas a sabiendas de que estaba vulnerando el derecho de
defensa y la presunción de inocencia de los propios letrados.
Todas las manifestaciones mediáticas y populares
suscitadas por esta sentencia provienen, sin duda, de la acusada personalidad
pública del juez Garzón y son comprensibles cuando provienen de legos en
Derecho, que no tienen por qué entender la gravedad de que un juez vulnere el
derecho de defensa aunque sea con el loable fin de perseguir la justicia. Si
los jueces comenzaran a actuar siguiendo la regla de que el fin justifica los
medios, automáticamente habríamos empezado a sustituir el Estado de derecho por
la utilización del Derecho por parte de un poder del Estado.
Si se aplicara la regla de que el fin justifica los
medios, en vez de Estado de Derecho tendríamos utilización del
Derecho
Menos comprensibles son, en cambio, las reacciones
de algunos juristas y políticos que parecen, paradójicamente, olvidar sus
raíces progresistas para minusvalorar el derecho de defensa, tradicionalmente
bandera de la izquierda jurídica. Quizá se deba a la presencia de algunos
restos de aquel planteamiento marxista de entender el Derecho como una
superestructura social que había que utilizar para conseguir los fines de la
lucha de clases. Por tanto, entienden que cuando el Derecho no coincide con los
intereses ideológicos de quien se apropia la conciencia de clase del pueblo ha
de ser cambiado. La Justicia ,
según esta filosofía, emana del pueblo, siempre que el pueblo sea liderado por
sus "legítimos" representantes políticos.
Sin embargo, esta nube de reacciones emocionales e
ideológicas oculta una circunstancia de este caso que representa mayor
gravedad. Se trata del desconcertante papel que ha jugado en este proceso el
Colegio de Abogados de Madrid. En buena lógica, parecería que una de las
funciones esenciales de todo Colegio de Abogados fuese la protección del
derecho de defensa como núcleo de la profesión del abogado. Por eso, a nadie le
extrañó que, tras conocer la realización de las escuchas, la junta de gobierno
del Ilustre Colegio de Abogados de Madrid aprobara, a mi juicio de forma
acertada, la autorización para que el Colegio interpusiera una querella para
defender el derecho de defensa que ejercían los letrados espiados. Lo que
resulta sorprendente y hasta escandaloso es que el Colegio, finalmente, no
actuara y dejara solos a los abogados escuchados. Tuvo que ser un abogado particular
y en solitario, Ignacio Peláez, el que decidió dar ese complicado paso y
presentar la correspondiente querella que, una vez admitida, ha permitido la
incoación del conocido procedimiento penal ante la Sala Segunda del
Tribunal Supremo y la personación de otras partes acusadoras.
Esta inhibición, incumpliendo el acuerdo de la
junta de gobierno, abre la puerta a distintas consideraciones sobre sus causas.
Evidentemente, se trataba de un caso que afectaba a un conspicuo representante
de la judicatura y afectaba de lleno al ámbito político, con la consiguiente
relevancia mediática. Pero, sean cuales sean las comprensibles razones sobre la
dificultad del caso, ninguna de ellas puede justificar la indefensión, por
parte de su Colegio, de unos abogados en el ejercicio profesional del derecho
de defensa. La propia razón de ser de un Colegio de Abogados fundamentalmente
reside en la protección del estatuto del abogado frente a otras pretensiones.
Si cuando es más necesaria esa defensa, por la magnitud de la vulneración
cometida o por quien la comete, un abogado se encuentra solo, la propia
institución del Colegio queda reducida poco más que a una mutualidad de
servicios para profesionales.
Estas deficiencias en la protección del abogado en
su ejercicio profesional han quedado subsanadas por la claridad y contundencia
de una sentencia unánime de siete magistrados del Tribunal Supremo. Pero esta
circunstancia no nos exime del deber de pararnos a reflexionar sobre qué tipo
de Colegio de Abogados queremos y cómo podemos evitar que esta pasividad se
repita. De una parte, se podría regular en el ámbito de los Colegios de
abogados el amparo colegial por la vía reglamentaria, que permita dar respuesta
a situaciones que, como vemos, se presentan diariamente en la práctica forense.
De otra parte, sería conveniente la promulgación de una Ley Orgánica de
Defensa, en los términos en los que se ha pronunciado el propio Consejo General
de la Abogacía.
Como ya dijo en su día el ex decano del Colegio de
Abogados de Madrid, Martí Mingarro, adelantándose a los problemas que se
derivarían de este tipo de actuaciones en su obra Crisis del Derecho de
Defensa: "Me pregunto yo y nos debemos preguntar todos, de qué sirve
que el Código Penal castigue al Abogado que revela sus secretos (artículo 199);
que la LOPJ le
obligue a la más estricta confidencialidad; y que se pueda expulsar de la
profesión al Letrado que quebrante esa confidencialidad, de qué sirve todo eso
si lisa, llana y cómodamente un funcionario innominado puede grabar impunemente
todas las conversaciones que se produzcan en la relación Abogado-cliente
mediante dispositivos electrónicos perfectamente ocultos e inaccesibles".
Javier Cremades es abogado.
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