La libertad en el
ejercicio de la abogacía, muy especialmente cuando es procesal y con toga, es
tan importante en un Estado democrático de Derecho como la misma independencia
del Poder Judicial. Sin abogados libres, pero con libertad real, no puede
llevarse a cabo una justicia, que sea fiel trasunto de un Estado democrático de
Derecho. En este sentido, el paralelismo con la tan subrayada independencia de
jueces y magistrados es absolutamente exacto: son dos pilares inexorables de la
justicia, así pretendemos seguir llamándola.
La libertad del abogado, sin interferencias ni presiones, directas o indirectas,
ni insidias que la pretendan sofocar, tengan éxito o no, es algo que seriamente
debiera plantearse el legislador español, como sucede en otros países
especialmente pertenecientes al área del sistema anglosajón. Una libertad de
defensa y una independencia judicial son esenciales características del Estado
democrático.
El bochornoso y escalofriante espectáculo
televisivo del simulacro del juicio del execrable Ceaucescu y su esposa, en el
que su abogado pugnaba por pedir más condena que el propio fiscal, si bien todo
se iba a resumir en la pena de muerte, es la radicalización de un repugnante
esperpento judicial, a pesar de que se tratara de un dictador innoble y de su
mujer. También los dictadores innobles y sus mujeres tienen derecho a un juicio
justo y equitativo.
Sutilmente se pueden pretender coartar el libre ejercicio de la abogacía. Otras
veces, incluso de forma tosca, grosera, cuando no envilecida. Algunas de esas
últimas, (intimidación y violencia) encuentran una clara protección jurídico
penal, pero no así las primeras que, no por sutiles y sibilinas, dejan de tener
eficacia, a veces superior, para quebrantar y desestabilizar al abogado en su
libertad y al los jueces en su independencia, sobre todo si tienen temores y
aspiraciones. Y quedan generalmente impunes, y sólo con el castigo, o más
precisamente, simple censura tan solo de tipo social o personal por parte de el
profesional al que se le ha revelado y puesto de manifiesto, de una forma clara
e indubitada, la repulsiva calaña moral y antidemocrática del vulnerador de
tales valores, cubierto con la capa, que ya nadie se cree, de preservar al
Estado de Derecho. (Pues estamos apañados!).
Pero existe, de otra parte, una curiosa relación e interdependencia entre la
libertad de los abogados y la independencia judicial. No solo el Ministerio
Fiscal, sino también los abogados en ejercicio y en el caso concreto deben
velar, y muy escrupulosamente, por la preservación de la independencia del juez
y del magistrado, y se debe estar a la recíproca: los jueces y magistrados
deben velar, de manera celosa, porque los abogados sean libres, por muy
incómodos que les puedan resultar en el ejercicio de esa libertad de defensa.
Un abogado que se pliegue y consienta la pérdida de su libertad y que actúe de
forma acomodaticia ante jueces y Tribunales, es un mal abogado, o peor aún, no
es un abogado. Colaborar con la Administración de
Justicia, es una cosa y otra, muy diferente, perder la libertad real en el
ejercicio de la defensa, o la acusación, en beneficio del interés de su
cliente, al que se debe por completo. Un magistrado o juez dependiente de quien
sea o de lo que sea, tampoco es un buen juez o magistrado, aún más, no hará
justicia; hará algo en beneficio propio o ajeno pero ya no será la neutra “voz
de la ley”, como nos recordaba el pensamiento clásico.
En otro momento, no hace mucho, (“La
Razón” del 17/07/2001) posteriormente reproducido en mi obra
“Fragmentos Penales I” (página 177 y ss., Valencia , 2002), insistí, comentando
una película muy interesante para los juristas, que dirigiera hace ya más de
cincuenta años el genial Alfred Hitchkock, titulada “El proceso Paradine”, y
actuando como actores principales Gregory Peck como abogado y Charles Laughton
como el magistrado. El abogado, amorosamente perdió su libertad, en su
fascinación por la cliente y, como ya expuse con detalle en ese artículo, con
la pérdida de la libertad fue más allá del singular mandato de defensa que
tenía de su bella clienta, y se destrozó como Letrado en un evidente y
espectacular proceso de autoinmolación.
El magistrado había perdido su independencia y había puesto su decisión al
servicio de su resentimiento y bajas pasiones (entre otras, la envidia y el
despecho de ser rechazado por parte de la joven y atractiva mujer del letrado).
De suerte que Hitchkock supo relatar, perfectamente, la patología muy aguda que
puede darse en una y otra profesión, como hizo en otras ocasiones. El tema de
la justicia, es un tema recurrente en la labor del genial director
cinematográfico. Es lógico, por demás. Según se ha dicho, una de las pocas
pasiones de los ingleses es la “pasión por la justicia”. En España nos parecen
flemáticos, pero tienen una pasión profunda y fría, manifestada por la
justicia, y que a veces, lamentablemente, les conduce incluso hasta el suicidio
y resulta necesario citar hechos recientes. Porque no sólo existe ardientes
pasiones, sino también las muy frías en sus exteriorizaciones, pero no por eso
dejan de ser mayúsculas pasiones.
Existen, de otra parte, formas muy concretas y ramplonas también, que deben
constituirse como límites de esa libertad, en el ejercicio de la abogacía y
repito, si es con toga y en un proceso. El
abogado sólo está obligado a prestar su asistencia y sus servicios jurídicos,
con el mayor celo y lealtad profesional y con los mejores conocimientos
científicos que le son exigibles, al margen claro es del férreo derecho-deben
jurídico a la total y absoluta confidencialidad, traducido en el inexorable
secreto profesional.
La infracción de éste último se constituye en un auténtico delito con el actual
Código penal también lo era con el anterior.
No le es exigible ni ética, ni
razonable, ni deontológicamente algo más, y mucho menos que tenga dotes de
adivino ni de pitoniso tarotista. Un abogado no puede asegurar el resultado de
su noble actuación profesional, en ningún sentido, pues esto sería introducirse
en terrenos muy conjeturales, cuando no proféticos y visionarios. En tantas y
cuantas ocasiones la intuición ha fallado; pues es miles. Garantizar el éxito
de algo está dentro de la infracción de las normas deontológicas relacionadas
con la desleal competencia profesional.
El letrado lo único que puede garantizar
es la presentación leal de un correcto y honesto ejercicio profesional, y en
modo alguno, como se habla y se oye, debe decirse, “yo le garantizo que esto
está ganado” o, como en visitas a la cárcel con clientes escucha uno,
constantemente que el abogado promete y le ofrece al interno, garantía y
certeza de que “antes de diez días yo le saco en libertad”. Esto último es
absolutamente inmoral y contrario a las más elementales normas de la lealtad
profesional y a la competencia legítima. La captación de asuntos profesionales
a través de esta metódica, es algo que en algunos países se persigue con la
severidad que sería exigible, sobre todo en aras el prestigio y buen nombre de
la abogacía. Resulta muy molesto, cuando no una auténtica indignidad, dialogar
con algunos clientes y que le digan “y que indemnización me garantiza Vd. que
me van a dar” y “cuando me garantiza Vd. que me sacará de la prisión”.
“Trabajaré y mucho para conseguir lo que Vd. quiere. Pero no soy ni vidente, ni
un sinvergüenza, ni menos un profeta milagrero”, y así suelo cortar secamente
los diálogos en ese terreno y dimensión tan despreciable, cuando no es
estólida, pues es conversación más propia de juramentos que de seres
racionales. Garantizar éxitos, resultados, compensaciones económicas en cifras,
etc., es algo envilecedor para quién no puede, ni debe, de acuerdo con el más
elemental sentido común, asegurar, en definitiva, decisiones de terceras
personas, como son los representantes del Ministerio fiscal, del Poder judicial
e, incluso, hasta de las partes procesales contrarias. Cosa distinta es
“aventurar” una opinión. Esto sí es normal y hasta exigible por parte del
justiciable. “Yo creo que tenemos posibilidades” o, por el contrario; tenemos
poco que hacer, y más ganaremos en una negociación”, sobre todo si es un tema
de orden civil. “Según mi criterio, se puede hacer un buen recurso de apelación
o, en su caso, de casación”, etc. Esto sí es honrado, y hasta entiendo se le
deba comunicar, sinceramente, al cliente. En suma, a éste sólo se le puede
garantizar que el Letrado va a estudiar a fondo y con toda dedicación, honradez
y lealtad su asunto, o lo que es lo mismo, los intereses que le han
encomendado. Garantizar, es colocarse en
el seno casi del delito de “estafa”, debido al claro engaño desplegado.
Algo más grave incluso que una infracción netamente deontológica. Y sabido es
que el Código penal se constituye, desde luego, en el límite objetivo más
acertado de la actuación de todo Letrado. Obliga a todos: Letrados,
Fiscales, Magistrados y clientes. Insisto: a todos, y esa es la grandeza del
Estado democrático de Derecho.
Manuel Cobo del Rosal, Catedrático de Derecho Penal y Abogado.